Las palabras resonaron al otro lado del teléfono y un ruido
de cristales rotos enmudeció la estancia a este otro. Era la explicación para
poder entender el porqué de tantas cosas, de tantas elecciones, de tantas razones
inconexas. Todo encajó como un puzzle, un puzzle sin sentido pero por fin
resuelto.
Hay cosas con las que nunca podré competir. Ni quiero
hacerlo. Lo frío nunca ha ido conmigo.
Ojalá me convirtiera en adalid de este término, en escudero de las cosas que se
hacen con cabeza. Pero yo pienso con el hígado, hago lo que me sale de las
tripas. Soy así. No sé hacer las cosas sin demostrar si me duelen o si no, si
siento o no. Y me equivoco. Muy a menudo. Pero esa equivocación es, si es
posible, menos dolorosa cuando uno sabe que actuó desde su raíz.
No obstante, una cosa no es excluyente de la otra y sí tengo
cabeza. Quizá no para medir las consecuencias de mis actos pero sí para saber
las causas de los mismos y los estragos que puedan ocasionar. Por eso sufro, y
siento, y me considero peor persona de lo que dice la gente que soy. Y me miro y no me reconozco, y me trago mis
propias palabras para digerir un yo que no me gusta tanto e intentar escupirlo
cada mañana a modo de purga.
Hay cosas con las que no puedo competir. No quiero competir.
Aunque sabría cómo hacerlo. Sería tan sencillo como dejar de ser yo e imitar
los comportamientos que estoy cansada de ver a mi alrededor. Bastaría callar
las cosas que me duelen, dejar correr los comentarios incisivos, dejar, simplemente, de querer.
Sería suficiente con calcular al detalle cada uno de mis
movimientos para conseguir cualquier reacción que quiera. Se llama manipulación
y a mi edad es obligatorio saber usarla, aunque la madurez también te otorga la
virtud de decidir cuándo hacerlo.
Por su frialdad. Por su cabeza. Eso fue lo que sonó al otro
lado del teléfono.... Y mis tripas volvieron a colocarse sobre cualquiera de
mis órganos vitales.