Basilio tiene 21 años. El miércoles
conoció a Lucía, de once. Estaba entre el amasijo de hierro del tren Alvia que
se accidentó en Galicia. Él, vecino de Angrois. Ella, procedente de Madrid. Posiblemente
nunca se hubieran cruzado en esta vida. No tenían nada en común.
El jueves Basilio pedía la ayuda
de los medios de comunicación desplazados a la zona para encontrar a la menor que
había rescatado en las vías. Fue solo una más de las decenas de personas que
este joven gallego ayudó a salvar el miércoles. No lo dudó ni un segundo y
corrió más de un kilómetro al enterarse de lo ocurrido para echarse a las vías
y, jugándose la vida, salvar la de desconocidos.
Esta mañana, en un programa de
televisión, los periodistas aplaudían a este héroe anónimo y alababan su valentía.
“No quiero que me llamen valiente”, decía con lágrimas en los ojos asegurando
sentirse mal porque le den la enhorabuena por algo que “haría mil veces y todos
hubiéramos hecho”.
Todos quizá no Basilio. La
palabra valiente es un apellido que no todos pueden llevar. Sin embargo, tu
actitud nos reconcilia a más de uno con el ser humano después de que en esta
sociedad el olor a podrido lo inunde todo. Acostumbrados a convivir con seres
capaces de pisar la cabeza de su madre con tal de prosperar y seguir escalando,
con individuos que venden su dignidad, su palabra y su honor por un fajo de
billetes, aun parece que queda la esperanza de que existe gente que merece la pena
en este mundo.
Y, en medio de la grandeza del ser humano representado en un joven, uno hace ejercicio de
introspección y se da cuenta de lo gilipollas que puede llegar a ser una y otra
vez. Yo misma en las últimas semanas, aunque a veces creo que esto amenaza con
convertirse en un estado permanente de imbecilidad que me va a costar más de un
disgusto. Me he dado cuenta del daño que me he hecho yo sola, de lo poco que he
sabido valorar las cosas y la gente que tengo o la excesiva importancia que le
he dado a cosas que no la tienen. Me he percatado de que mientras me miraba el
ombligo he descuidado lo que no debía y además no he sabido ponerme en la piel
de otras personas. ¿Me habría tirado a las vías para salvar a la gente? Quizá
las dudas de una posible cobardía emocional den la respuesta.
Basilio, creí que había perdido
la confianza en todo. “Confiar no sirve de nada en esta vida” he repetido
demasiadas veces estos días. Quizá me he confundido y merece la pena confiar en
algunas personas. También en uno mismo para saber que va a seguir luchando por
las cosas que le importan aunque parezca que ya es el único en hacerlo. Dar lo
poco que se tiene es suficiente, si se da de verdad. La clave está en dejar de
dudar. A veces puede ‘salvar’ una vida, y no solo de las vías del tren.