viernes, 26 de julio de 2013

Basilio



Basilio tiene 21 años. El miércoles conoció a Lucía, de once. Estaba entre el amasijo de hierro del tren Alvia que se accidentó en Galicia. Él, vecino de Angrois. Ella, procedente de Madrid. Posiblemente nunca se hubieran cruzado en esta vida. No tenían nada en común.

El jueves Basilio pedía la ayuda de los medios de comunicación desplazados a la zona para encontrar a la menor que había rescatado en las vías. Fue solo una más de las decenas de personas que este joven gallego ayudó a salvar el miércoles. No lo dudó ni un segundo y corrió más de un kilómetro al enterarse de lo ocurrido para echarse a las vías y, jugándose la vida, salvar la de desconocidos.

Esta mañana, en un programa de televisión, los periodistas aplaudían a este héroe anónimo y alababan su valentía. “No quiero que me llamen valiente”, decía con lágrimas en los ojos asegurando sentirse mal porque le den la enhorabuena por algo que “haría mil veces y todos hubiéramos hecho”.

Todos quizá no Basilio. La palabra valiente es un apellido que no todos pueden llevar. Sin embargo, tu actitud nos reconcilia a más de uno con el ser humano después de que en esta sociedad el olor a podrido lo inunde todo. Acostumbrados a convivir con seres capaces de pisar la cabeza de su madre con tal de prosperar y seguir escalando, con individuos que venden su dignidad, su palabra y su honor por un fajo de billetes, aun parece que queda la esperanza de que existe gente que merece la pena en este mundo.

Y, en medio de la grandeza del ser humano representado en un joven, uno hace ejercicio de introspección y se da cuenta de lo gilipollas que puede llegar a ser una y otra vez. Yo misma en las últimas semanas, aunque a veces creo que esto amenaza con convertirse en un estado permanente de imbecilidad que me va a costar más de un disgusto. Me he dado cuenta del daño que me he hecho yo sola, de lo poco que he sabido valorar las cosas y la gente que tengo o la excesiva importancia que le he dado a cosas que no la tienen. Me he percatado de que mientras me miraba el ombligo he descuidado lo que no debía y además no he sabido ponerme en la piel de otras personas. ¿Me habría tirado a las vías para salvar a la gente? Quizá las dudas de una posible cobardía emocional den la respuesta.  

Basilio, creí que había perdido la confianza en todo. “Confiar no sirve de nada en esta vida” he repetido demasiadas veces estos días. Quizá me he confundido y merece la pena confiar en algunas personas. También en uno mismo para saber que va a seguir luchando por las cosas que le importan aunque parezca que ya es el único en hacerlo. Dar lo poco que se tiene es suficiente, si se da de verdad. La clave está en dejar de dudar. A veces puede ‘salvar’ una vida, y no solo de las vías del tren.

lunes, 22 de julio de 2013

Mudos puntos de inflexión

Frases péndulo: dícese de aquellas que hacen que la realidad se menee y oscile hacia otra dirección. Suponen el fin de una era de quietud y el consecuente comienzo de otra en movimiento. Se traducen en un cambio, un punto de inflexión, el inicio de un camino, quizá para volver al mismo punto pero, durante un período de tiempo, un camino diferente.

Todos sabemos de qué estamos hablando. Identificamos esas frases en cuando las oímos. Algo dentro nos dice: “A partir de ahora ya nada será igual”. Incluso cuando el que la menciona no es consciente de su trascendencia, el resorte que hace saltar en su contertulio hace que la realidad cambie en ese preciso instante. Es lo que llaman la fuerza de las palabras.

La ausencia de ellas también genera cosas. Este fin de semana un amigo se preguntaba en su estado de Facebook  dónde van las palabras que no se dicen. El aluvión de respuestas no se hizo esperar.

A manifestarse con ciertas molestias en el cuerpo. Fue una de las primeras explicaciones. Está claro que cuando las cosas no se dicen, se hacen bola y, en ocasiones, acaban generando malestar físico: quitan el apetito, generan nerviosismo, dolores de cabeza…

Al país de lo que pudo haber sido. Supongo que aunque muy alegórica y poética es una de las respuestas más cargadas de verdad. Uno no consigue normalmente lo que quiere si no abre la boca y lo pide. ¿Cómo era eso? Quien no llora, no mama. Si no mostramos nuestras inquietudes, nuestros deseos o lo que queramos mostrar es complicado a veces que la otra persona lo sepa y que se materialice. En este mundo los adivinos no existen. Si así fuera, seríamos todos ricos.

A estados misteriosos en Facebook. Esta respuesta se puede enlazar con la anterior. Y es que hay quien usa las redes sociales como arma arrojadiza para decir lo que no se atreve a decir, para lanzar ese reproche que no tiene narices a formular a la cara o simplemente para hacer encender las luces de emergencia y que otra persona se dé cuenta de cuán jodidos, felices o tristes estamos, por poner varios ejemplos.

Al arrepentimiento. A cangrenarnos por dentro. Directamente a nuestras cabezas, a dar vueltas. Fueron las respuestas que completaron la terna de explicaciones a tan espinosa pregunta. Aunque de un tiempo a esta parte cada vez que uso el término “el arrepentimiento” directamente mi subconsciente  completa la frase con un “no existe”, lo cierto es que dicen por ahí que hay que arrepentirse solo de las cosas que se quedaron en el tintero, nunca de las hechas. Todos sabemos que silenciar las cosas también nos puede generar ese ‘run run’ mental tan molesto.

Y ahí es cuando enlazamos con la primera parte del texto. A veces lo que se dice y lo que no acaba suponiendo lo mismo: puntos de inflexión. Entonces, el péndulo comienza a oscilar, imitando al sonido del tic tac del reloj.

P.D.: Pedro, no vuelvas a preguntar nada que luego me da por ponerme reflexiva. Ahí tienes algunos argumentos por si lo del libro sigue en pie :)

sábado, 13 de julio de 2013

Por qué a mí me cuesta tanto

Siempre dudo si al final

mi vida es sólo una espiral

que se empieza a terminar cuando acaba de empezar.

Y me cuesta confesar que he renunciado a renunciar,

y si cabe una vez más

aún me debo preguntar.


Por qué a mí me cuesta tanto

decirle que no al placer

pensar como todo el mundo

y saber cuándo volver.

Por qué me resulta extraño decirle a la noche adiós

si sé que me hace daño olvidarme del reloj.


Y aunque es duro de aceptar

ya no me pienso resignar.

Sé que tengo que luchar

y no volverme a preguntar.


Por qué a mí me cuesta tanto

decirle que no al placer

pensar como todo el mundo

y saber cuándo volver.

Por qué me resulta extraño decirle a la noche adiós

si sé que me hace daño olvidarme del reloj.

sábado, 6 de julio de 2013

Oportunidades



¿Cuál es la materia de la que están hechos nuestros éxitos? ¿Esfuerzo? ¿Constancia? ¿Suerte? ¿Seguridad en uno mismo? Está claro que todas y cada una de estas cosas son importantes a la hora de conseguir nuestras metas o, al menos, así reza el Catálogo de buenas conductas de lo política y socialmente correcto. Sin embargo, el germen de todo ello cuál es. Cuál es ese ingrediente vital para que la máquina comience a funcionar. Una oportunidad.

Uno no podría ser bueno en su trabajo si alguien no le hubiera dado la oportunidad de comenzar a trabajar. Un presidente del Gobierno no lo sería sin la confianza de su partido en primer término, ni del electorado en segundo. Una madre no sería buena madre si no hubiera tenido la oportunidad de serlo. Uno no puede demostrar su valía personal, emocional, su interior, lo que lleva dentro, -al menos de manera plena y sin los corsés del miedo y el “y si…”- sin que alguien previamente le haya dado una oportunidad de hacerlo(*). Ironía social que nos vuelve a demostrar que dependemos del prójimo hasta para ser más completos y conseguir nuestras metas en el aspecto que sea.

En nuestro éxito, tiene un papel esencial que alguien haya apostado por nosotros, nos haya dado esa oportunidad, haya confiado en nuestras cualidades para permitirnos que nos quitemos la coraza e intentemos cual tenor dar el do de pecho.

Apostar. Eso es lo que todos deseamos que hagan por nosotros. Ser la casilla donde alguien apueste sus fichas y que el devenir, el esfuerzo y el buen hacer posterior dicten si mereció la pena la apuesta. Todos buscamos ser lo suficientemente buenos para ser dignos de aprobación ajena, aunque vayamos de independientes y autosuficientes. Lo cierto es que todo depende de los demás en un primer término. Es como la llave de contacto de un coche justo antes de arrancar, como la gasolina que hace que sea posible que un vehículo avance. La chispa para que todo arda.

Quizá ahí está la clave para entender por qué, en ocasiones, no conseguimos algunas de nuestras metas, -previo ejercicio de autocrítica de nuestros errores, que siempre los hay-. Muchas veces si no conseguimos lo que ansiamos es porque no ha habido una oportunidad que te lo haya permitido. Porque, por mucho que a veces la busques, es el único ingrediente del éxito que no depende de ti. 


(*) Recordemos la realidad de que todo el mundo lleva la mochila cargada de experiencias (buenas y malas) y que a veces dar una oportunidad es casi más difícil que conseguirla.

viernes, 5 de julio de 2013

Verdades

-¿Tan importante es la verdad?
-¿La tuya o la del resto?
-La verdad absoluta no existe.
-Entonces, si es así, no debe ser tan importante ¿no?

jueves, 4 de julio de 2013

Yo ofrezco

Hay días en los que no salen las palabras. Y, aunque tienes mucho que decir, verbalizar se hace pesado, tedioso, agotador. Yo solo intento regirme por lo que me dicta mi esencia, esa que mi padre me enseñó a crear a gotas de realidad, jirones de momentos y cucharadas de experiencia. Y así seguirá siendo. Pase lo que pase, pese a quien pese. Porque a veces eso es lo más complicado pero, también, lo único que verdaderamente vale la pena para conciliar el sueño por las noches. Dar lo poco que se pueda, pero ofrecerlo de verdad, sin remilgos, sin trabas, sin peros ni porqués. 

Como lo hace Borges. Sublime, como siempre. El resto solo nos limitamos a intentar copiar la grandeza de los tocados por el don de la escritura, en un vago ejercicio por no llegarle ni a la suela del zapato ni en la esencia ni en las formas.

Yo solo ofrezco mi alma en cueros, con el vello erizado con cada verso.


Te ofrezco esbeltas calles, puestas de sol desesperadas,
la luna de suburbios mal cortados.
Te ofrezco la amargura de un hombre
que ha mirado largamente la luna solitaria.
Te ofrezco mis ancestros, mis muertos,
los fantasmas que los vivos han honrado con bronce:
al padre de mi padre que murió en la frontera
de Buenos Aires con dos balas
que atravesaron sus pulmones, barbado y muerto,
a quien amortajaron sus soldados con una piel de vaca;
a ese bisabuelo, de la línea materna,
que comandó, con veinticuatro años,
una ofensiva de trescientos hombres en el Perú,
ahora sólo fantasmas sobre monturas desleídas.
Te ofrezco, sea cual fuere,
la sapiencia que contengan mis libros,
y la hombría y el humor que contenga mi vida.
Te ofrezco la lealtad de un hombre que jamás ha sido leal.
Te ofrezco el núcleo duro de mí mismo
que he guardado, de algún modo;
el corazón central que no comercia con palabras,
no trafica con sueños,
y no tocan el tiempo ni el placer ni las adversidades.
Te ofrezco la memoria de una rosa amarilla
vista al atardecer algunos años antes de que nacieras.
Te ofrezco explicaciones de vos misma,
teorías de vos misma,
auténticas y sorprendentes noticias de vos misma.
Te puedo dar mi soledad,
mi oscuridad, el hambre de mi corazón;
intento sobornarte con incertidumbre,
con peligro, con derrota.