La vida es como un puzle. A medida que vamos creciendo, vamos
encontrando nuevas piezas, encajando unas con otras, rellenando los huecos en
blanco. Hay piezas que por mucho que les des la vuelta una y otra vez, no
encajan. Hace falta que el puzle se nutra de otras para que, en ese preciso
momento, y solo en ese, esa pieza encuentre su lugar y encaje formando una
imagen cada vez más y más grande.
Hay piezas llave. Cuando esas encajan, todas las demás que
se resistían encuentran su lugar. Entonces, como si de magia
se tratase, el puzle se completa.
Yo tenía uno de esos puzles completo. Al menos eso creía.
Cuidé con esmero que cada una de las piezas encajara a la perfección de manera
natural y nunca forcé la llegada de las piezas claves. Por lo menos, esa fue siempre mi intención. Y es que cada pieza necesita su
tiempo para poder contar una historia. Poco a poco, una a una, fueron encontrando su sitio hasta hacer que el
resto encajaran solas.
El puzle se quedó en la habitación, ocupando un gran espacio. Era extraño concebir la idea de dicha habitación sin el puzle. Se limpiaba con esmero a diario y se encolaba con pasión para que las piezas no se movieran más de lo necesario por el paso del tiempo.
El puzle se quedó en la habitación, ocupando un gran espacio. Era extraño concebir la idea de dicha habitación sin el puzle. Se limpiaba con esmero a diario y se encolaba con pasión para que las piezas no se movieran más de lo necesario por el paso del tiempo.
Sin embargo, un día, me detuve a examinarlo de cerca. Algunas
piezas habían desaparecido. Al principio, eran piezas de los laterales, insignificantes. No quitaban, al parecer, sentido a la imagen del puzle. A
simple vista, solo hacían el cielo del mundo que reflejaban más pequeño o lo
llenaban de metafóricas nubes grises por el color de la mesa en la que estaba apoyado el lienzo de cartón.
Poco a poco, y aunque se intentaba que no fuera así, el
puzle comenzó a perder piezas principales, haciendo que la imagen careciera de sentido, que se volviera incompleta. Después, desaparecieron las piezas claves.
La imagen torno a abstracta. Yo sabía la imagen que había, pero no porque se
viera realmente. Solo el recuerdo de lo que fue en su momento y que yo conocía
de memoria, era lo que quedaba de verdad sobre aquella mesa gris.
Decidí entonces desmontar el puzle. Quitar cada pieza,
separar las unas de las otras con cuidado para no romper aquello que tanto
había costado montar y que tanta satisfacción había provocado. El puzle quedó reducido a piezas sueltas. Hoy, yace en una caja. Inerte. Sin historia que contar. Como
aquella de la vida que mostró.
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