En la Real Academia de la Lengua aparece junto a la palabra
cobarde la siguiente definición: Pusilánime, sin valor ni espíritu. Hecho con
cobardía.
Hoy alguien me dijo que yo soy cobarde. Yo pregunté, pedí
sinceridad, y ante mi pregunta de si soy una cobarde, la respuesta fue sí.
Es curioso cómo aquellas respuestas que ya sabes que vas a
recibir, se te cuelan dentro. Se adosan entre los músculos y la piel y te
recorren por dentro como una descarga eléctrica. Una electricidad que se
conecta con otros órganos del cuerpo de manera inmediata provocando acciones
previsibles. Son las obviedades de un
cuerpo humano tan complejo como extraordinario.
¿Soy una cobarde? Supongo que sí si esa es la imagen que el
resto ve de mí. Si ve falta de recursos para enfrentarme a según qué
situaciones o si no tomo las decisiones que supuestamente debería tomar.
Sin embargo, la cobardía o mejor dicho, la valentía es excesivamente complicada de
gestionar cuando choca con el mayor de los vínculos que nos da la condición
humana. Ese que te hace estar unido a alguien por siempre, para siempre, pase
lo que pase, quieras o no. Esa relación que se crea al nacer y que ya es
imposible de romper. El vínculo de la sangre. Y éste se mantiene por siempre,
con la misma intensidad, tanto de arriba abajo como de abajo arriba.
Sí, soy una cobarde. Pero a veces es complicado dejar de serlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario