Para entender lo frágiles que somos no hay más que
compararnos con el mundo animal. Somos la única especie incapaz de valerse por
sí misma incluso años después de haber nacido. Nuestro instinto inicial apenas
se ciñe a la succión pero sólo si nos plantan un pecho entre los labios, o a
llorar cuando sentimos hambre, frío o dolor. Nacemos dependientes y esa
dependencia nos persigue hasta el fin de nuestros días.
Nos enseñan a andar, a
comunicarnos, a atarnos los cordones para no caer, a gestionar el amor, a
combatir la tristeza y a desenvolvernos en los mil y un pormenores de nuestro
día a día. Comprar en un supermercado, manejar el dial de la radio, marcar el
número de la policía o pedir un taxi. E incluso en los taxis algunas veces
dudamos del destino. O acudimos a lugares en contra de nuestra propia voluntad.
No queremos ir al dentista, o a un funeral, pero vamos. Le decimos al taxista "lléveme", y en cierto modo nos sentimos cómodos porque el taxi hace las veces de
placenta. El taxi nos lleva, aunque dudemos, y además nos protege.
Pero también somos la única especie sin una misión definida.
Al principio, nadie sabe en qué empleará su vida, y algunos no llegarán a
saberlo nunca. Desconocerán siempre por qué o para qué están aquí. En qué ocupar el tiempo.
Vivir
solo o en manada.
Comandar la manada o dejarse llevar.
Reproducirse o no querer
hacerlo. O no poder.
A veces tú decides y otras veces es tu cuerpo el que
decide por ti. A veces no te encuentras y otras veces son los otros quienes
buscan encontrarte. En parte todo depende del aprendizaje. Por eso es esencial
educar a los niños. Hacerles comprender. Enseñarles el oficio de vivir la vida.
Protegerles, aunque nadie sepa exactamente hasta cuándo.
Supongo que esa es la
madre de todas las preguntas. ¿Hasta cuándo necesitamos ser protegidos?
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