Cuando nuestros padres nos educan, nos enseñan a ser buenas
personas. Nos muestran cómo ser nobles, cómo ser prudentes, a calibrar el respeto.
Nos hablan de qué es la lealtad, nos descubren el término bondad. En
definitiva, nos enseñan a hacer las cosas bien. Sin embargo, ¿de qué sirve hacer las
cosas bien si no se consigue la finalidad anhelada? ¿El fin justifica los
medios? ¿Todo vale en esta vida, nos llevemos a quien nos llevemos por delante?
Hace poco descubrí con asombro que hay personas que son
capaces de usar el dinero para comprar esas cosas que, se supone, los billetes no
dan: el amor, la fidelidad, el compromiso, la ‘exclusividad’. ¿Qué precio se le pone a
eso? ¿Cuánto vale la dignidad de una persona? ¿Cuánto cuesta comprar una mentira
solo para vivir una ‘realidad’ imaginaria?
Es inevitable plantearse si yo tengo precio. ¿Por cuánto
valoraría mis principios, mi integridad y, sobre todo, mis sentimientos? Lo
fácil sería decir que no tengo precio. Pero sí lo tengo. Valgo mi ser más mis
circunstancias. Porque cuando doblegamos, cuando se nos compra, se pone en
venta también a las
personas que nos rodean, al menos, una parte de ellas. Quizá la más importante.
Ahí es cuando uno se da cuenta del valor que da a su gente.
Y ahora yo te pregunto… ¿Qué precio me pones a mí?
No hay comentarios:
Publicar un comentario