No sé por dónde empezar y tampoco si lo que saldrá de este
texto tendrá algún sentido. Sin embargo, alguien me dijo hace poco que lo mejor para
sacar la mierda es tirarla en un
papel, aunque éste nunca vea la luz.
Escribo con la única intención de quitarme
el nudo de la garganta para arrancar de una vez a llorar. Esa sana necesidad
fisiológica que últimamente me cuesta mucho hacer en condiciones, -supongo que reprimida
por la frustración y la rabia-, y que me ayudaría a ver las cosas con más
claridad. También está la opción de que escribir me ayude a tragarme las
lágrimas y que éstas me aclaren por dentro las ideas. Ambas opciones me valen.
Así que escribo.
Hoy es uno de esos días en los que uno de mis mayores miedos
acecha y tambalea mis cimientos. Nunca me he llevado bien con la incertidumbre.
Me marea, me desestabiliza, no me hace pensar con claridad, me bloquea y me
hace sentir estúpida y, en ocasiones –muchas quizá- actuar como tal.
Tengo que tomar demasiadas decisiones. No me gusta pero son
necesarias. Como decía aquella canción “me cuesta mucho hacer las cosas sin
querer”. Pero hay que hacerlo. No se puede demorar más. Tengo que pensar en lo
que quiero y cómo lo quiero, aunque la esencia de las cosas que deseo cambiar
me haga tan feliz que me cueste imaginarme desprendida de ella.
Así que aquí estoy… meditando,
decidiendo. Agotada de tantas vueltas en mi cabeza, de esta noria entre el
puedo y el debo, entre lo que quiero y lo mejor para mí (y aclaremos que ambos
puntos nunca coinciden).
Y tengo la impresión de que no podré darle forma hasta que
alguien se abra el abrigo, extienda los brazos y me deje acurrucarme durante un
instante mientras me dice eso de “tranquila, que todo va a salir bien”.
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