viernes, 15 de marzo de 2013

Decisiones


No sé por dónde empezar y tampoco si lo que saldrá de este texto tendrá algún sentido. Sin embargo, alguien me dijo hace poco que lo mejor para sacar la mierda es tirarla en un papel, aunque éste nunca vea la luz. 

Escribo con la única intención de quitarme el nudo de la garganta para arrancar de una vez a llorar. Esa sana necesidad fisiológica que últimamente me cuesta mucho hacer en condiciones, -supongo que reprimida por la frustración y la rabia-, y que me ayudaría a ver las cosas con más claridad. También está la opción de que escribir me ayude a tragarme las lágrimas y que éstas me aclaren por dentro las ideas. Ambas opciones me valen. Así que escribo.

Hoy es uno de esos días en los que uno de mis mayores miedos acecha y tambalea mis cimientos. Nunca me he llevado bien con la incertidumbre. Me marea, me desestabiliza, no me hace pensar con claridad, me bloquea y me hace sentir estúpida y, en ocasiones –muchas quizá- actuar como tal.

Tengo que tomar demasiadas decisiones. No me gusta pero son necesarias. Como decía aquella canción “me cuesta mucho hacer las cosas sin querer”. Pero hay que hacerlo. No se puede demorar más. Tengo que pensar en lo que quiero y cómo lo quiero, aunque la esencia de las cosas que deseo cambiar me haga tan feliz que me cueste imaginarme desprendida de ella.

Así que aquí  estoy… meditando, decidiendo. Agotada de tantas vueltas en mi cabeza, de esta noria entre el puedo y el debo, entre lo que quiero y lo mejor para mí (y aclaremos que ambos puntos nunca coinciden).

Y tengo la impresión de que no podré darle forma hasta que alguien se abra el abrigo, extienda los brazos y me deje acurrucarme durante un instante mientras me dice eso de “tranquila, que todo va a salir bien”.

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